TORREBLANCA®
2/12/2009 5:49:00 PM
Razones del NO
Américo Martín
Sábado, 31 de enero de 2009
Frente a los avances arrolladores de De Gaulle, Sartre dijo una vez
que todavía le quedaba el derecho de decir “no”. Este adverbio tiene
una connotación de noble firmeza, como el “sí” lo tiene de
resignación
cuando haya demasiados motivos de protesta. Escuchar en la Venezuela
de hoy el retador estribillo de “no es no” permite apreciarlo bien.
El presidente Chávez y su entorno se esfuerzan en encubrir la desnuda
ambición de un hombre incapaz de imaginarse otra vez fuera del poder.
Puesto a argumentar, repite que “desgraciadamente” no hay otro en
capacidad de impulsar en este momento la revolución, paladina
admisión
de que la suya ha ido devorando hijos a lo largo de diez años, en
riguroso cumplimiento de la ley de Saturno. Pero como hay una ola de
descreídos poco inclinados a seguir creyendo que lo de Chávez
califique como hecho revolucionario, esa explicación solo sirve para
la parte del oficialismo acostumbrada a vivir del presupuesto en
medio
de la más abominable impunidad.
El país no quiere una presidencia vitalicia pero como genéticamente
el
presidente no puede aceptarlo, ha encubierto en la pregunta su
indomable aspiración aferrándose a un estólido argumento. En su
opinión la reelección indefinida no afecta la alternabilidad
republicana ni equivale a perpetuidad. El pueblo soberano -repite con
fingida seriedad- será quien decida lo conducente. En el fondo se
trataría de optar por el buen gobierno. Si el pueblo quiere tenerlo
reelegirá, en caso contrario optará por el “no”. Surge entonces una
pregunta: ¿Por qué semejantes argumentos no se aplican en ninguno de
los sistemas presidencialistas de nuestro hemisferio? ¿En veinte
países americanos se le niega al pueblo la última palabra y solo en
uno se le otorga?
Hay cinco repúblicas latinoamericanas apegadas a la no reelección
absoluta. Vienen de largas autocracias y no quieren volver a
vivirlas.
La divisa mexicana de 1910 fue “Sufragio efectivo, no reelección”.
Empuñada por el valiente Francisco Madero contra el deseo del general
Porfirio Díaz de hacerse elegir por octava vez, terminó con la salida
en volandas de Díaz y el estallido de la terrible revolución
mexicana.
En El Salvador la sucesión de dictadores militares, desde el general
Maximiliano Hernández en 1931 hasta la paz de Chapultepec que puso
fin
en 1992 a una guerra civil de más de setenta mil muertos, creó una
conciencia de duro rechazo a las reelecciones, más si se pretenden
indefinidas. Por eso en la Constitución de 1993 se estampó con
diamantina claridad la no reelección absoluta. En Paraguay el general
de división Alfredo Stroessner tomó por la fuerza el poder en 1954 y
allí se mantuvo hasta 1989. Treinta y nueve años de dictadura, eso
sí,
mediante sucesivas reelecciones (siete en total) como quiere Chávez.
Ahora Paraguay no quiere tener más nunca presidentes mesiánicos y
perpetuos y así lo consignó en su actual Constitución.
Hay también doce países americanos de índole presidencialista
contrarios a la reelección por más de un período. Una sola vez basta.
Renuentes a la egolatría de los mandatarios eternos, optan por
reducir
los lapsos constitucionales de modo que la elección y reelección
sumadas consuman ocho años nada más. Y después, el Bolívar redivido
se
irá para su casa a atender a su familia como un ciudadano común. Así
ocurre en EEUU, Brasil y Colombia. Lula, excelente salvo cuando se
refiere a su socio comercial Hugo Chávez, proclamó que cuando alguien
se considera imprescindible da lugar a una dictadura. A pesar de su
enorme popularidad (junto con la de Uribe, la más alta del
hemisferio)
ha disuadido a sus seguidores de insistir en reformar la Constitución
con el fin de postularlo para un tercer mandato.
¿Por qué tanto temor a la permanencia de un solo personaje en el
poder? ¿Por qué nadie cree que el voto popular pueda legitimar
semejante permanencia?
La respuesta ha salido de debates celebrados durante decenios sobre
las Constituciones latinoamericanas, el presidencialismo y el
parlamentarismo. La idea de presidentes-candidatos repugna a la
conciencia democrática porque afecta la pureza de la institución del
sufragio. Así se trate del presidente más tolerante, afable y
democrático del mundo, su condición lo coloca inmediatamente en clara
ventaja sobre los rivales, rompiéndose medularmente el principio de
la
igualdad y el de la alternabilidad. Todo presidente-candidato tiene
en
principio las de ganar. Es el jefe de los millones de empleados
públicos, de los militares y los policías. Adherido al cuerpo de la
Administración, su partido puede sostenerse allí donde otros no
pueden
hacerlo, tiene una mayor exposición mediática, puede conquistar votos
con o contra empleos, así no sean sinceros y en fin, puede inaugurar
obras (y hacer fraudulenta campaña presidencial) cuando se haya
cerrado la propaganda electoral. Hablo de presidentes no
especialmente
arbitrarios, pero qué decir de un personaje como Chávez, tan dado a
inhabilitar rivales de prestigio, cerrar canales, acosar a quienes
piensen distinto, obligar a los empleados, militares y policías a
votar por él a riesgo de ser expulsados, asediar periodistas,
maestros, trabajadores y Universidades. Un hombre que abusa de las
cadenas con burlona agresividad, calumnia a los opositores, fabrica
delirantes acusaciones de magnicidio o golpe de estado, sin tomarse
el
trabajo de presentar así sea un vestigio de prueba, ni de ofrecer
disculpas cuando se haga obvia la falacia, dispone sin control de los
recursos del Estado para comprar, sobornar, financiar su
gigantografía. ¿Cómo entregarle a un hombre así la posibilidad de
pervertir el voto a punta de violencia y abuso?
Si los presidentes-candidatos son en sí mismos nocivos, extender la
prerrogativa a gobernadores, alcaldes, concejales y diputados sólo
puede servir para perpetuar una casta de válidos en todos los cargos
por elección. También ellos, a su escala, usarán los recursos del
estado, lanzarán los policías contra adversarios externos e internos
ya que se les ha dado el derecho de permanecer sin límites en el
cargo
y de crear una dinastía o una satrapía regional, estadal y local. Al
final, no obstante, el resultado será a contrapelo valioso. Surgirá
una nueva alianza más allá de ideologías, contra el establecimiento
de
inamovibles en los cargos. En el oficialismo la castración política
será masiva. Para sostener legítimas aspiraciones a diputaciones,
concejalías, alcaldías o gobernaciones, los psuvistas honrados
deberán
vencer en su propio partido a una casta ahíta de poder decidida a
cerrarle el paso a cualquier precio. Y en eso estarán en la peor de
las situaciones, porque, con todo, la disidencia democrática podrá
presentar candidaturas y pese a la grotesca desigualdad, obtener
victorias espectaculares como ocurriera en el corazón de Venezuela
durante las últimas elecciones. Ellos, los oficialistas, ni siquiera
podrán ser aspirantes. ¿Quién se ofrecería como tal para competir con
Chávez? ¿Quién pudiera ganar mayoría en el PSUV contra los
fortalecidos pupilos del Gran Timonel?
La extensión de la reelección indefinida a otros niveles obedece a
una
triste maniobra destinada a amortiguar la chocante egolatría del
presidente y a ganar a poderosos dirigentes instalados en varios
niveles del cuerpo de la Administración Pública. ¿Por qué sin embargo
deberán perder? En primer lugar, la naturaleza represiva y corrupta
del régimen es hoy mucho más visible, así como lo es el pobre
resultado en los aspectos más sensibles de una gestión de diez años
ya. La gente está cansada y no será propensa a facilitar la
permanencia en el tiempo de un régimen como éste. En segundo lugar,
la
enmienda afecta a demasiada gente. Renovar el liderazgo es una
consigna sentida con especial fuerza en el ámbito oficialista y como
la perpetuidad del presidente y la de los gobernadores, etc, están
apersogadas tras el “sí”, habrá quien queriendo favorecer todavía al
Gran Líder, no podrá hacerlo sin convalidar al enemigo interno,
frente
a su nariz.
La disidencia democrática ha entendido bien. No trata de impedir la
reelección indefinida porque se trate de Chávez, sino de eliminar un
dispositivo que golpearía con fuerza la funcionalidad democrática y
troncharía de un tajo la renovación del liderazgo, propia de las
sociedades pluralistas y también de las que no lo son. En aquel caso
la renovación será fluida y tranquila, en tanto que en éste reventará
cual una olla de presión